José Ramón Amor Pan
Introducción
Admitido que las personas con síndrome de Down son
capaces de amor, de convivir establemente con otra persona y de casarse, queda
por analizar el tema de la descendencia. Hablar de sexualidad y de matrimonio
implica hablar también de hijos, aunque, ciertamente, sea mucho más que su
significado procreador, tal y como hemos subrayado anteriormente: la sexualidad
y el matrimonio no se justifican únicamente por los hijos. Lo malo es que la
creatividad de la pareja ha sido expresada durante mucho tiempo únicamente a
través de la reproducción. Hay que cambiar de esquema, de paradigma. Todavía en
nuestra sociedad la esterilidad de la pareja se sigue considerando como una
carencia, como un cierto baldón, como una imperfección contra la que hay que
luchar con todos los medios posibles: de ahí el enorme desarrollo en los
últimos años de las diferentes técnicas de reproducción asistida. No deja de
resultar llamativo que esta situación coincida en el tiempo con una cierta
mentalidad antinatalista y abortista.
Hay que afrontar, pues, la discusión ética y
práctica sobre los hijos de padres con síndrome de Down. El conflicto surge
cuando aceptado como persona, dueño de su cuerpo y sensaciones, libre en sus
deseos, se plantea el derecho y la necesidad de tener hijos y criarlos. La
discusión se polariza con excesiva frecuencia en el tema de la esterilización.
El punto crítico de este debate se centra en la protección legal indispensable
para que las medidas restrictivas que se puedan adoptar sean realmente en
beneficio del sujeto y no una imposición meramente satisfactoria y
tranquilizadora de los padres y de la sociedad en general.
La decisión de tener un hijo es un asunto que
afecta sobre todo a la pareja. Sin embargo, no deja de ser un tema que
concierne también a la sociedad en su conjunto; en el caso de las personas con
síndrome de Down, este factor alcanza un mayor relieve porque necesitan en un
grado más elevado de las mediaciones sociales para el desarrollo de su vida
cotidiana. Por otra parte, tampoco puede dejarse de lado la situación en la que
el nuevo ser va a venir a la vida, en el sentido de que ese entorno debiera
reunir unas condiciones favorables para el desarrollo de sus potencialidades.
Paternidad responsable
La tarea fundamental del matrimonio y de la familia
es estar al servicio de la vida. En este sentido, el hijo es una bendición para
los padres y como tal tiene que ser aceptado y comprendido. No se ostenta sobre
los hijos un poder o un señorío inmediato y absoluto, no existe un derecho
subjetivo al hijo. El hijo es un fin en sí mismo. Como dice Savater, “ser
padres no es ser propietarios de los hijos ni éstos son un objeto más que se
ofrece en el mostrador. Volvamos a los viejos planteamientos kantianos: lo que
deben querer los padres es al hijo como fin en sí mismo” (1). El
hijo no es un bien útil que sirve para satisfacer determinadas necesidades del
individuo o de la pareja. La gratuidad es la ley de la transmisión de la vida
humana. El bien del hijo debe dar el sentido principal a todos los dilemas que
pueda plantear la fecundidad humana. Asistimos hoy a lo que se podría llamar
una cultura y moral del deseo, muy peligrosa, en virtud de la cual
lo que se desea ardiente e irresistiblemente se impone de forma absoluta y
legitima modos de conducta. El deseo puede derivar en obcecación y convertirse
en enajenación existencial. Debe insistirse en que el hijo no puede ser buscado
para llenar ningún vacío de nuestra vida, no puede ser utilizado para encontrar
reconocimiento social o para imitar roles, sino que habrá de ser amado y
deseado por sí mismo: los hijos no se merecen, nunca se tiene derecho a ellos.
Por otra parte, siendo verdad que los hijos son un
valor intrínseco y una bendición para los padres y para la comunidad social,
también es cierto que no es suficiente con traer hijos al mundo. Ser padre es
cuidar y estimular el crecimiento de todas las dimensiones de los hijos. Los
padres deben ser capaces de responder a estas exigencias, atentos a desarrollar
todas las virtualidades de su hijo, que pide desarrollarse en todas esas
direcciones. Los hijos no sólo son un don para la pareja, son también una
tarea, una responsabilidad que en no pocos momentos resultará ser una difícil y
pesada carga. Por eso, antes de embarcarse en la maravillosa aventura de tener
un hijo, hay que examinar sinceramente si de verdad se está en disposición de
traerlo a la vida con un mínimo de garantías. No se trata, obviamente, de
pretender unas circunstancias absolutamente ideales, sino tan sólo de que
existan ese conjunto de características que hagan viable a priori la crianza y
desarrollo óptimos del nuevo ser. Se trata de guardar una cierta
proporcionalidad entre el objeto que se pretende y nuestras actuales
disposiciones, con sentido común y equidad.
En el pasado apenas se planteaban interrogantes ni
sobre la procreación, ni sobre las responsabilidades inherentes, ni mucho menos
sobre el sentido de la fecundidad humana. La reproducción era considerada como
el resultado natural y esperado de la decisión de contraer matrimonio, porque
casarse -lo hemos visto- no era tanto formar una pareja cuanto más bien crear
una familia. Con la idea de “paternidad responsable” se pretende afirmar que
este campo tan íntimo e importante de la existencia ha de conducirse por medio
de decisiones sensatas, razonables, en un clima de amor y libertad. Todas las
esferas de la vida del ser humano deben estar bajo el signo de la prudencia y
la responsabilidad. La paternidad responsable supone prestar atención a las
condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales que envuelven el acto
de procrear. Una decisión ponderada puede significar tanto traer un nuevo ser a
la vida, como tenerlo en otro momento o no tener un hijo. No es, por
consiguiente, un concepto sólo cuantitativo, sino eminentemente cualitativo. No
es una decisión prima facie egoísta y calculadora, sino que
está movida por razones morales que la justifican. Por otra parte, destacar el
papel insustituible de los esposos en este campo no equivale a afirmar su
soledad en la toma de estas decisiones. Los cónyuges tienen derecho a confiar y
pedir la ayuda de la sociedad en orden a la mayor libertad y responsabilidad
posibles de las propias opciones.
A la sociedad corresponde, a través de diversos
servicios y personas, la obligación de prestar esa ayuda, suministrando la
información adecuada y los medios y condiciones necesarios. Acompañar en la que
debe ser una decisión libre, basada en razones proporcionadas, informada y
responsable, en materia de espaciamiento o limitación de los nacimientos. Estas
decisiones se toman con bastante espontaneidad en la mayor parte de las
parejas, sin necesidad de cálculos complicados ni de reflexiones prolongadas y
difíciles. Pero las decisiones no resultan siempre tan transparentes.
Los deseos y aspiraciones no pueden ser equiparados
a los derechos. Lo que ha de ser reconocido, en cambio, es el derecho de un
niño a nacer de un acto de amor de sus padres, así como el de no ser expuesto a
un riesgo desproporcionado de unas condiciones de vida insuficientes que pongan
en grave peligro su integridad física o psicológica. La conciencia ética de la
Humanidad protesta contra todas las situaciones en las que los niños no son
tratados con la dignidad que se merecen.
Teniendo en cuenta la importancia de estos
principios y reconociendo que existen situaciones particularmente difíciles,
que pueden poner en grave peligro el desarrollo armonioso del individuo, hay
que afirmar que a menudo la única medida apropiada para asegurar que el niño
sea protegido eficazmente radica en no llamarlo a la vida (2). Como
dice Sánchez Monge: "Dios no crea al azar y sería una injuria para él la
procreación irresponsable, traer al mundo seres humanos que no pudieran vivir
en condiciones medianamente dignas" (3). El principio de no
maleficencia y el de beneficencia obligan a ello. Lo esencial es que un hijo no
puede ser fruto solamente de un deseo, de un capricho o de un instinto, sino de
una opción libre y, por tanto, responsable. El mero voluntarismo es siempre
insuficiente y, a menudo, resulta perjudicial. Hay que poner en el centro de la
decisión sobre la conveniencia o no de engendrar el bien mismo del nasciturus.
Muchos de nuestros lectores son católicos, por eso conviene subrayar que el
Papa JUAN PABLO II se pronuncia en esta misma línea:
"Desgraciadamente, sobre este punto el
pensamiento católico está frecuentemente equivocado, como si la Iglesia
sostuviese una ideología de la fecundidad a ultranza, estimulando a los
cónyuges a procrear sin discernimiento alguno y sin proyecto. Pero basta una
atenta lectura de los pronunciamientos del Magisterio para constatar que no es
así. En realidad, en la generación de la vida, los esposos realizan una de las
dimensiones más altas de su vocación: son colaboradores de Dios. Precisamente por
eso están obligados a un comportamiento extremadamente responsable. A la hora
de decidir si quieren generar o no, deben dejarse guiar no por el egoísmo ni
por la ligereza, sino por una generosidad prudente y consciente que valore las
posibilidades y las circunstancias, y sobre todo que sepa poner en el centro el
bien mismo del nasciturus. Por lo tanto, cuando existen motivos para no
procrear, ésta es una opción no sólo lícita, sino que podría ser
obligatoria" (4).
¿Deben tener hijos las personas con síndrome de
Down?
Hasta aquí, el marco general, aplicable a todas las
personas que se plantean tener hijos. Vamos ahora al punto concreto que nos
interesa, las personas con síndrome de Down. En ellas, como en cualquier otro
ser humano, la demanda de tener hijos se inscribe en la lógica trayectoria del
deseo sexual. La integración y la normalización determinan unas modalidades
normales en la configuración de esa demanda: las personas con síndrome de Down
instruidas y educadas, puestas en un ambiente existencial normal, que observan
por la calle parejas con sus hijos de la mano o jugando en los parques de la
ciudad, que ven en la televisión o el cine la felicidad de tener una familia,
están movidas a perfilar sus propios deseos según los mismos moldes. Además, la
creciente autonomía de estas personas, consolidada por el sentimiento de
independencia económica y de responsabilidad que les infunde la ejecución de
una actividad productiva, aunque sea en régimen de empleo protegido, presiona
en la misma dirección. A medida que el sujeto cobra conciencia de su propia
adultez, capacidad e independencia y se percibe capaz de amar y ser amado, se
resiste a permanecer anclado en el hogar familiar, quiere contraer matrimonio y
aspira a crear él mismo una familia.
El principio de paternidad responsable implica que,
si bien una pareja de personas con síndrome de Down puede desear tener un hijo,
hay que examinar detenidamente si de verdad están en situación de traer
responsablemente un nuevo ser al mundo. Tanto o más que las legítimas
aspiraciones de los posibles progenitores, hay que tener en cuenta el derecho
básico de todo ser humano a venir a la vida en las mejores circunstancias
posibles. La atención a las necesidades de los nacidos es un deber fundamental
de la familia y de la comunidad humana en su conjunto, que tienen que crear
aquellas estructuras e instituciones que posibiliten el desarrollo armónico e
integral de todos y cada uno de sus miembros.
La situación de las personas con síndrome de Down
presenta todavía no pocas carencias. Sin duda, su descendencia se va a ver
condicionada directamente por esta situación. Se hablaría menos de este asunto
si la situación fuese otra, y hacia ello debemos avanzar, como expuse en
reiteradas ocasiones. No pretendo cargar el acento en las exigencias de una
paternidad responsable sólo en este supuesto; hay muchas otras situaciones
conflictivas en las que no se debería tener hijos y en las que también, por
imperativo moral, se debería intervenir de alguna manera, al menos desde la
vertiente educacional y de asistencia social, como así lo vienen haciendo
(aunque creo que muy tímidamente) los diferentes Servicios Sociales. Y esto no
es una postura antinatalista, porque nadie está diciendo que no se tengan
hijos, sólo se dice que se tengan responsablemente, y éste es un criterio
indeterminado que se concretará en cada caso concreto.
En la procreación, ¿busca la persona con síndrome
de Down algo más que imitar una práctica extendida y socialmente valiosa? No
obstante, aun cuando sus motivaciones fuesen realmente sinceras y éticamente
aceptables, ¿están preparadas para llevar adelante con garantías mínimas de
éxito la tarea por la que suspiran y que desean asumir? La crianza de un hijo
requiere un alto grado de preparación y destreza de las que, hoy por hoy, no
disponen en términos generales las personas con síndrome de Down. Por esta
razón, apoyados en los criterios éticos antes propuestos, creemos oportuno
afirmar que no parece conveniente ni recomendable que estas personas tengan
descendencia y, por consiguiente, se hace necesario arbitrar los mecanismos
pertinentes para que el ejercicio de su sexualidad no genere un embarazo para
el que presumiblemente no están en condiciones. Lo cual no quiere decir, ni
mucho menos, que aquellos que estén en condiciones para atender adecuadamente a
sus hijos -con los apoyos precisos- y quieran tener hijos no lo puedan hacer.
Lo único que pretendo subrayar es que hay que poner especial atención en no
hacer de la reproducción un gesto inauténtico y contrario a los más elementales
valores de la moral, que ante todo proclama el deber de no hacer mal a nadie
(principio de no maleficencia) y promover el bien (principio de beneficencia) (5).
Para las personas con síndrome de Down no es fácil
hacerse cargo de las implicaciones y responsabilidades que acarrea tener un
hijo, cuidarlo y educarlo, tanto porque su facultad de anticiparse al futuro es
limitada, cuanto porque habitualmente habrá tenido pocas oportunidades de
experimentarlo (no se le suele confiar el cuidado de un bebé). Hay que recalcar
a través de todo el proceso educativo que un padre ha de ser capaz no sólo de
cuidar al bebé, sino también de atender su desarrollo y educarlo durante la
infancia y la adolescencia, con todo lo que eso supone. Muchas mujeres con
discapacidad intelectual son sensibles ante el tema de la maternidad y miran al
bebé como alguien de quien preocuparse y sobre quien prodigar afecto y calor: a
menudo actúan en este terreno mecanismos de compensación de carencias del
propio sujeto. Y aquí habría que introducir un elemento de sentido común: no es
válido el argumento de que no existe el perfecto padre y de que nadie está
suficientemente preparado para desempeñar esa misión. El criterio de
proporcionalidad debe guiar nuestra actuación.
Me estoy acordando de una pareja que tenía unas
ganas enormes de tener un niño y que se les hacía muy difícil ya aceptar los
consejos que se les daba en sentido contrario. Entonces, aprovechando que una
de las profesionales del Centro acaba de dar a luz, y lógicamente con su plena
colaboración y la de su marido, se decidió llevar a vivir a su casa a la mujer
con discapacidad intelectual con la consigna de que tenía que participar en
todas las actividades de cuidado del bebé: creo recordar que fueron tres días
los que aguantó… Ya no volvió a manifestar deseos de ser madre; gracias a este
aprendizaje significativo, comprendió que una cosa son las ganas y otras las
posibilidades reales.
En nuestra sociedad, tan sensible a la libertad
individual y a la autorrealización, entendidas casi siempre desde el
individualismo liberal, esta postura puede interpretarse como una merma de
independencia de la persona, como una renuncia a conquistar un horizonte de
mayor integración y autonomía. Algunos profesionales señalan la contradicción
que sería el educar y permitir el ejercicio de una sexualidad normalizada y, no
obstante, desaconsejar el tener descendencia. Se acusa esta situación como de
grave discriminación: “Si tiene derecho a expresar plenamente su amor, sus
deseos y su sexualidad, y desea tener hijos, no podemos negarle los apoyos
necesarios para conseguirlo. Es un reto más, por supuesto, pero está en la
línea de todos los que vamos afrontando”.
El conocimiento de la realidad da a la ética una
base indispensable para acometer con rigor su tarea. Conocer el amplio entramado
social dentro del cual se enmarcan las opciones en materia de fecundidad
ayudará a comprender con mayor claridad la postura que hemos adoptado. Tener un
hijo es una apuesta arriesgada. Hoy por hoy, de la misma manera que afirmamos
que el matrimonio de las personas con síndrome de Down debe ser ensayado con
todos los riesgos que pueda traer consigo, pues la posibilidad de un fracaso
matrimonial no es razón bastante para disuadir de contraer nupcias y son más
los beneficios que se pueden derivar de ese estado de vida que los perjuicios,
también decimos que en el caso de la procreación la situación es radicalmente
inversa y lleva a desaconsejar su ejercicio. En el caso de la descendencia,
está en juego el bienestar de terceros inocentes, una realidad que altera
sustancialmente el panorama y que debe ser debidamente ponderada.
Pero es que, además, tener hijos genera estrés y
tensión en los padres, incluso a veces angustia, que pueden fácilmente bloquear
a la persona con síndrome de Down. Y el embarazo puede suponer también un
riesgo médico elevado para las mujeres con síndrome de Down (6).
Creo, por tanto, que hay razones más que suficientes para desaconsejar la
reproducción.
Al adoptar esta decisión, nos parece que no sólo no
quiebra ni sufre ninguna merma el proceso normalizador, sino que éste sale
fortalecido, al insistir en sus pilares básicos y prevenir, al mismo tiempo,
realizaciones negativas que restarían credibilidad al proceso ante los ojos de
una sociedad que muestra todavía su desconfianza con respecto a las
posibilidades reales de autonomía y realización humana de las personas con
síndrome de Down. No creo, sinceramente, que se vulnere su dignidad humana, al
contrario, el motor de nuestra reflexión sigue siendo su máxima promoción en
todas las dimensiones posibles: no todo el mundo está preparado para todo ni
tiene derecho a todo, no podemos confundir aspiraciones con derechos.
Hay que seguir insistiendo en que así como el
derecho a casarse es un derecho fundamental del ser humano, por el contrario,
no existe un derecho a tener descendencia, por lo que el plano de solución de
esta cuestión es del todo diferente: no existe discriminación alguna, no hay
violación de la dignidad humana, sino un ejercicio respetuoso y solidario de la
responsabilidad propia del individuo y de la comunidad social. La
ideologización de este debate puede resultar altamente perniciosa para todo el
proceso emprendido de mejora de la calidad de vida de las personas con síndrome
de Down, que tiene todavía una base frágil e inestable que hay que consolidar.
Sólo un enfoque mutidimensional y una perspectiva a largo plazo serán útiles
para alcanzar la meta deseada.
Conclusión
No se puede negar la dificultad que entrañan estas
decisiones. Son los padres y tutores los que deben asumir la responsabilidad de
desaconsejar e impedir la descendencia cuando fuere preciso por medio de una
anticoncepción moralmente aceptable. Cuando una decisión afecta a una persona
cuya autonomía está limitada, la dificultad aumenta y la responsabilidad del
entorno se hace más delicada y urgente. Aquí pueden jugar un papel relevante
los comités de ética, órganos interdisciplinares cuya misión es asesorar en la
toma de decisiones que presentan dilemas morales. Vamos por el buen camino si
examinamos constante y críticamente lo que va sucediendo, cómo va evolucionando
el matrimonio. Toda esta temática debe abordarse desde una actitud de búsqueda
y de realismo, de adaptación de los modelos teóricos a las circunstancias
concretas.
Nota Completa:
Orientar, Expandiendo Conciencias✿´¯) ¸.☆´¯)
(¸☆´ (¸.´´✿¯`•.¸¸.☆✿
(¸☆´ (¸.´´✿¯`•.¸¸.☆✿
Las imágenes y fotos que ilustran la
nota, las he encontrado en la web. (Internet). Si alguna es tuya y deseas
que la retire, házmelo saber y si la deseas compartir, estaré encantada de
darte el crédito.
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