Juan Carlos Volnovich es médico psicoanalista, especializado en niños; en la actualidad investiga la relación del psicoanálisis con las teorías feministas...
Colabora con distintos organismos de derechos humanos, especialmente con las Abuelas de Plaza de Mayo. En esta entrevista reflexiona sobre las nuevas tecnologías en relación con la subjetividad del niño, y afirma que gran parte de las razones que se esgrimen contra ellas ya no se sostienen, son prejuicios de los adultos viciados por las relaciones de poder y de género. Habló también del juego como una necesidad para los chicos -"fundamental para metabolizar las toxinas: las ansiedades, los miedos y las angustias"-, y de otra cuestión que ocupa hoy el centro del debate: la instalación en el imaginario social de la imagen de los niños asesinos, peligrosos y violentos, y su correlato en las propuestas de bajar la edad de imputabilidad. Y finalmente, de la escuela pública y de su admiración por las maestras que intentan transformarlas en "colmenas de alfabetización y aprendizaje".
Entrevista….
—En su artículo “El porvenir de la infancia”, usted declara que ese porvenir lo desafía, que lo desvela ese futuro. ¿Por qué?
—Es que en ese artículo hablaba del concepto de infancia que circula por el imaginario social; no hacía referencia a la perspectiva ontológica sino a un futuro que depende, ante todo, de cómo circula la infancia por el imaginario social.
Porque a lo largo de la historia pasamos del niño “pecado” que introdujo San Agustín -el niño como condensación del pecado- a la imagen del niño como sede del error y de las equivocaciones que se desprende de Descartes; pasamos del niño “esclavo” de los enciclopedistas al niño “hijo” de Rousseau, con sus ideales de libertad; modelo que sirvió para convalidar a la familia tradicional con la mujer sometida a las tareas de crianza. Y, si bien tengo la convicción de que ninguno de esos modelos caducó del todo -todos circulan simultáneamente-, hoy en día es el niño en su condición de consumidor el que protagoniza el cuadro. Los castigos corporales a los niños “pecadores”, la pedagogía que los toma como habitados por el error allí donde la lógica de los adultos debería reinar, los niños que sostienen afectivamente (y, muchas veces, materialmente) a los padres, son sólo algunas de las consecuencias de esas figuras, testimonio de su vigencia. No obstante, la permanencia de esos modelos no impide que, en la actualidad, la figura de “his majesty the baby” esté soldada a la del niño “consumidor”. Más bien: consumidor-consumido en función de su incorporación al mercado.
A fines del siglo XIX Claparède profetizó que el siglo XX iba a ser el siglo del niño. Y así fue. También el siglo XX fue el siglo de las ciencias y, tal vez, no fue casual que las ciencias hayan tomado a los niños como objeto de estudio: Freud, Piaget, Zazzo, Wallon, Vigotsky, la genética, no hicieron otra cosa que confirmar la profecía. El desarrollo de las ciencias estuvo muy ligado a la importancia que se le atribuyó a la infancia. Las instituciones que hoy en día toman a las niñas y a los niños como destinatarios de sus esfuerzos son, si se quiere, consecuencia del maridaje infancia-ciencias que atravesó casi todo el siglo XX. Y es por eso que el niño en su condición de potencial “cliente” está en la mira de las instituciones. Por un lado está en la mira de aquellas instituciones destinadas a la protección de la infancia y, también, destinadas a lograr que se respeten sus derechos. Desde las organizaciones internacionales, como Unicef, Unesco, hasta las gubernamentales, como el Consejo del Menor y la Familia, los ministerios de Educación, las Iglesias y las ONG. Pero, por otro lado, la economía de mercado toma a la infancia como segmento de la población potencialmente consumidor de mercancías, de bienes materiales y simbólicos y, por lo tanto, se va estructurando un sistema que tiende a capturarlos como clientes. Lo que es peor aún, a convertirlos en mercancías.
—Julio Moreno habla de los niños adultos, de una alianza de los niños con los medios informáticos y de comunicación y con la virtualidad cultural que ha invertido el discurso infantil de la modernidad, basado en la suposición de que los interrogantes de los chicos tienen respuestas en la mente de los adultos... ¿Cómo son los niños de hoy?
—Es muy difícil hablar en general. Cualquier generalización es abusiva. Así es que, por lo menos, deberíamos hacer algunas aclaraciones previas referidas a la diferencia que existe entre los niños y las niñas; las diferencias que se desprenden de la clase social a la que pertenecen; las diferencias referidas a la edad, la etnia, el desempeño lingüístico; son características que atraviesan a los sujetos para conformar su identidad y que marcan enormes desigualdades, por ejemplo entre un niño negro y un niño blanco, o una niña africana y una neoyorquina, un niño de clase media acomodada y uno de sectores marginales. No debería generalizar pero, entre nosotros, no me cabe duda de que estamos asistiendo a un fenómeno muy particular: la tendencia que venía dándose en la Argentina tomó un rumbo inverso. Argentina es un país que vertebró la identidad de su sociedad a partir de la inmigración, en función de la prosperidad de los inmigrantes que lo poblaron. Nuestros antepasados llegaron aquí analfabetos huyendo de la miseria, del hambre y de las guerras en Europa, ilusionados por el progreso, con la esperanza de que sus hijos fueran un poco más que ellos. Para ese proyecto la escuela sarmientina cumplió una función ineludible: para que los hijos llegaran a ser un poco más que los padres, para que los nietos fueran un poco más que los hijos: más ricos, más cultos y más prósperos. Y esto vino dándose hasta ahora, momento en que los adultos no pueden asegurarles a sus hijos no sólo los recursos materiales y simbólicos para que los superen sino que lo más probable es que no puedan garantizarles la permanencia dentro del misma capa de clase social a la que ellos pertenecen. Lo que equivale a decir que las nuevas generaciones van a ser menos cultas, van a ser menos ricas y menos prósperas que la generación de sus padres y la de sus abuelos. Y esto explica –sobre todo en los sectores marginales, los más desprotegidos– que los chicos abandonen prematuramente el lugar de asistidos para convertirse en sostén afectivo y, muchas veces, material de sus padres. Entonces yo no diría niños-adultos, pero sí veo que hay chicos que rápidamente asumen el mandato de sostener afectivamente a sus padres; y lo hacen cuando todavía no tienen recursos ni están en condiciones de afrontarlo, y cuando tradicionalmente se suponía que estaban en una etapa en que eran los padres los que tenían que sostener afectivamente a los niños y a las niñas. Es muy frecuente ver la responsabilidad que se atribuyen los chicos pequeños con padres desempleados que sólo aportan al hogar su amargura y su fracaso; es muy frecuente ver la responsabilidad que se atribuyen de ser fuente de satisfacciones para esos padres. Y muchas veces no sólo asumen ser el soporte afectivo sino también el material. Hay chicos y chicas que se incorporan muy tempranamente al mercado laboral, que se ven obligados a trabajar, frecuentemente a prostituirse, no sólo para sobrevivir sino también para aportar a lo que queda, a los residuos familiares que supuestamente los albergan. .
— ¿Cuáles son los caminos de expresión y comunicación más transitados por los chicos, y cuáles son las características que presentan en la época actual?
—Los chicos tienen, a diferencia de los adultos, códigos irreductibles entre sí, que son muy amplios: el código verbal, el escritural, el figural, el gestual, el lúdico. Los chicos mayoritariamente juegan como forma de expresar lo que les pasa, sienten y piensan; como forma de dar cuenta del mundo y la relación con los demás. Las características singulares de la época actual en cuanto a los juegos, al tipo de lenguaje, o al porcentaje de códigos que utilizan, dependen de la clase social y la cultura a la que pertenezcan. Hay chicos que tienen recursos expresivos orales y escriturales muy precarios comparados con otros. Sin duda que hoy el chateo es para los púberes un vínculo novedoso de interacción entre pares. Pero tampoco hay que ignorar los innumerables mensajes escritos que los chicos producen en la escuela. Hay investigaciones muy específicas que rescatan la riqueza y la extensión de la escritura no formalizada de los chicos en las escuelas, al estilo de mensajes, “machetes” o simples papelitos que circulan al igual que esos textos breves que se escriben al margen de la hoja, grafitis en bancos y paredes. Es para tener en cuenta la importancia de la escritura como canal de comunicación entre pares, habilidad que con el chateo y los mensajes de texto de teléfonos celulares ha tomado una visibilidad enorme. Sobre todo por el escándalo que significan para las normas del buen lenguaje y la gramática las características de esta producción de textos realizadas por niños y adolescentes.
— ¿Cómo impactan las nuevas tecnologías e internet en la construcción de la subjetividad del niño?
—Todo lo que pueda decirse sobre el impacto que las nuevas tecnologías tienen en la subjetividad lo decimos los adultos. Es decir que son opiniones que están viciadas, entre otras cosas, por las relaciones de poder y de género. Pero lo que sí puedo decir sin temor a equivocarme es que los chicos y chicas de hoy día tienen una enorme ventaja sobre los adultos en cuanto a que el acceso a las nuevas tecnologías se les hace mucho más fácil. Las nuevas tecnologías tienen esa característica de fácil accesibilidad en la infancia, y de muy difícil aprendizaje cuando uno lo intenta de adulto. Hay algunas cosas que aprendidas de chicos se hacen fáciles. Por ejemplo: aprender a nadar, a andar en bicicleta o a hablar una lengua extranjera; pero de grande, por más que te dediques intensamente, todo es más difícil. Lo mismo pasa con las nuevas tecnologías. En ese universo los adultos jugamos de visitantes, y de locales los niños, simplemente por el hecho de haber nacido en una generación donde se las está incluyendo. Esto es fundamental porque supone una desigualdad en las relaciones de poder de los niños con respecto a los adultos, y de dependencia de los adultos respecto de los niños, que marca casi todas las opiniones sobre el impacto que las nuevas tecnologías tienen en la subjetividad del niño, incluso aquellas que puedan aparecer con todo el prestigio que las teorías suelen darles. Ni qué hablar si estas son las opiniones de mujeres que desde siempre se han ocupado de la crianza y la educación de los niños y las niñas; las escuelas están llenas de maestras, es decir, están llenas de adultas que tienen con respecto a las nuevas tecnologías una dificultad mayor que la de los niños y que, como mujeres, soportan una dificultad extra: la que tiene que ver con ciertos prejuicios patriarcales. Unos nacen para una cosa y otros nacen para otras. Se supone que ellas no han “nacido” para los botones de los aparatos electrónicos, que es “cosa de hombres”. Siempre que aparece una tecnología novedosa, por razones del sexismo vigente, en sus primeras etapas son mayormente los varones quienes se apropian de ella. Cuando apareció internet los usuarios eran fundamentalmente varones; después lo fueron las mujeres. Y en general, cuando las mujeres se apropian masivamente de alguna práctica valorizada socialmente esta tiende a desvalorizarse o a denigrarse. Por ejemplo: operar con computadoras está cada vez más connotado como trabajo para secretarias. Es como lo del rey Midas, pero al revés. Y pasa exactamente lo contrario con los varones. Hay actividades que están socialmente desvalorizadas e invisibilizadas porque son prácticas de mujeres, como criar a los niños y cocinar. Pero es suficiente que los varones nos dispongamos a intervenir en esas tareas para que esa práctica se valorice y adquiera características de visibilización y de enaltecimiento.
De manera tal que recién en este momento algunos prejuicios que tienen que ver con lo instituido, con la estructuración de la subjetividad de los niños, empiezan a desmontarse. A saber: hasta ahora se concebía la relación de los niños con el monitor, en juegos interactivos o en chateos, como pérdida de tiempo, como avance de la cultura de la imagen sobre la cultura textual, o con pensamientos del estilo de “si seguimos así adónde vamos a ir a parar; con estas actividades los niños van a terminar analfabetos, ‘chupados’ durante largas horas por la pantalla”. Y recién ahora empieza a tomarse conciencia de que la cantidad de horas que un niño tradicional pasa sentado frente al pizarrón es generalmente mayor que la cantidad de horas que pasa un niño frente al monitor; y que el monitor como fuente de estímulos y como posibilidad interactiva es muchísimo más rico y potencialmente más estimulante para el desarrollo intelectual del niño que el pizarrón, aunque tenga una maestra adelante. También recién ahora empieza a desmontarse el prejuicio de que escribir con un lápiz y hacer caligrafía es bueno y que el teclado y el mouse son malos. Aun a despecho de Piaget y sus teorías sobre la influencia del movimiento de la mano para el desarrollo de la inteligencia, obviamente escribir con dos manos –que es lo que sucede con el teclado– es un proceso más complejo y sofisticado que escribir con una sola mano con lápiz y papel. No estoy diciendo que los niños deberían dejar de usar lápiz y papel para alfabetizarse, pero sí que no habría que evitarles el contacto inicial con el teclado, que va a ser la manera habitual de comunicarse a través de texto en el futuro.
También han quedado de lado otros prejuicios como aquel que supone que quedarse sentado frente al monitor va a terminar convirtiendo al niño en un gordito, fofo, sin amiguitos ni relaciones sociales y lúdicas con otros chicos. Porque no hace falta más que pasar por cualquier cyber –de esos que inundan la ciudad– para ver chicos saltando y bailando frente a la pantalla y con juegos interactivos, con las muñecas y los tobillos conectados, moviéndose. No sé si es bueno o es malo, pero por lo menos el prejuicio de que no se mueven queda desmantelado cuando empiezan a aparecer juegos donde la interacción se produce a través del movimiento físico. Y digo que no sé si es bueno o malo porque algunos de los juegos miden la cantidad de calorías que los chicos gastan en el desarrollo de esos juegos, por lo cual los padres podrían controlar cuánto estuvieron jugando en su ausencia y si han hecho o no ejercicios suficientes. Eso supone reforzar un dispositivo de vigilancia que me parece fatal. Pero lo que sí afirmo es que deberíamos acabar con la letanía esa que le supone a los juegos interactivos un poder devastador sobre la mente de los niños. Los chicos que tienen mejor desempeño con los juegos interactivos son los que tienen más éxito en su rendimiento escolar. El campeón nacional de Counter Strike, que es uno de los juegos más populares y consagrados, es uno de los mejores alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires. Es decir que la idea prejuiciosa de algunos educadores y de la mayor parte de los padres de que hay una competencia entre estudiar y jugar, y que hay una lógica cero que dice que si el 70% del tiempo lo ocupa en juegos interactivos le queda nada más que un 30% para estudiar para la escuela, no funciona más: cuanto más juegan más estudian. Y muchas veces, sucede que cuanto menos juegan, menos estudian. Además es muy interesante el tema de los juegos interactivos -por nombrar alguna de las nuevas tecnologías- porque funcionan como entrenamiento intelectual espontáneo. Como casi todos los juegos tienen niveles, los chicos no repiten compulsivamente siempre lo mismo sino que van arbitrando ellos mismos las maneras de ir pasando de nivel, desplegando distintos talentos y habilidades para poder superarlos. Y en los distintos niveles se van complejizando las operaciones lógicas y las variables a tener en cuenta. Esto los estimula mucho.
Lejos de mí idealizar esa práctica y, muchos más lejos de mí llegar a pensar que la educación del futuro pasa por los juegos interactivos, pero lo que veo es que gran parte de los razones que se esgrimen en contra de las nuevas tecnologías no se sostienen. Quizás habría que buscar otras. Seguramente se van a encontrar efectos negativos que deberíamos tomar muy en cuenta, siempre y cuando se eluda transitar por los lugares comunes abarrotados de prejuicios. Otro de los prejuicios es que las nuevas tecnologías van a profundizar un abismo insalvable entre aquellos que no tienen computadoras desde los primeros años de la iniciación escolar y aquellos que sí la tienen. Yo creo que la cuestión es otra. No pasa tanto por tener o no computadora sino que la diferencia –eso sí: cada vez más abismal- se establece entre aquellos que sí saben qué hacer con una computadora y aquellos que no saben qué se hace con la computadora.
—Nos interesa saber algo más sobre lo que Ud. señala del contexto actual: la relación entre hipervelocidad y hiperviolencia...
—Esto lo ligo con lo que te decía antes sobre el modelo hegemónico que transita hoy por el imaginario social: el niño cliente, el niño consumidor–consumido, que corresponde a esta etapa de reconversión neoliberal de la economía mundial, en la cual ya no se trata de producir mercancías y de consumirlas sino que se trata de la velocidad de destrucción. El capitalismo introdujo la variable de la capacidad y la velocidad en la producción de mercancías, pero hoy en día asistimos a una aceleración que supone la destrucción a toda prisa, el consumo a toda velocidad, el descarte de productos y de mercancías. Lo que importa es la cantidad de mercancías que se consumen, sí, pero mucho más la velocidad en que se descartan, que es cada vez mayor. Cuando los niños están incluidos como mercancías también son consumidos y descartados. Una de las posibilidades de zafar de esta situación es al alto precio de los síntomas individuales, de los síntomas psicológicos, lo que se llama enfermedad mental. Aquella que viene a perturbar la robotización de los niños, que están programados para cumplir con una serie de exigencias y de demandas que tiene que ver con la acelerada capacitación para incluirse en el mercado laboral. Entonces, lamentablemente o felizmente, hay algunos niños que se resisten o se rebelan, a veces al precio de tener que enfermarse, como manera de decir “yo no soy un robot”. Yo veo padres de clase media muy preocupados, padres que temen que sus hijos puedan quedar excluidos del mercado laboral en el futuro, lo que quiere decir que corren el riesgo de quedar excluidos de la vida. Entonces, son padres que, con la mejor intención, se obsesionan por que sus hijos adquieran capacidades, acumulen habilidades, atesoren talentos, que si bien no les garantizarán su inclusión en el mercado laboral en el futuro, por lo menos sí que tengan un alto porcentaje de posibilidades de lograrlo. Y desde muy chiquitos los crían con una filosofía de rendimiento: no hay que perder el tiempo y hay que capacitarse lo más posible. Y, lo que pienso, es que perder el tiempo es fundamental para los chicos. El juego, la actividad lúdica es fundamental para metabolizar las toxinas –las ansiedades, los miedos y las angustias–; es tan importante como un proceso de diálisis. Lamentablemente, el tiempo del juego “improductivo” para los cánones de la eficiencia y la eficacia queda cada vez más reducido y anulado, porque parecería que conspira contra el rendimiento. Y lo que sucede es que cuando los chicos quedan sepultados por los imperativos de acumular todo lo antes posible, sólo logran rebelarse enfermándose.
—En cuanto a la forma de difusión en los medios de comunicación de la violencia por parte de los chicos, como por ejemplo la tragedia de Carmen de Patagones ¿acaso estamos volviendo al siglo IV, a la figura del niño pecador, del que San Agustín decía: “si los dejáramos hacer lo que les gusta, no hay crimen que no cometerían”?
—Sí, estamos volviendo (¿es que alguna vez nos fuimos?) a la figura del niño pecador…y del niño criminal también. Lo que sucede es que nuestra generación, al no poder garantizarle a sus hijos el bienestar que los padres les garantizaron a ellos, es una generación que alberga un sentimiento de culpa inconsciente ineludible. Este sentimiento de culpa que acosa al sujeto, reclama algún alivio, algún paliativo, algún atenuante. Y uno de los modos de aliviar esta culpa es instalar en el imaginario social la imagen de los niños asesinos, peligrosos y violentos. Si bien desde Freud en adelante venimos escuchando “se acabó el paraíso de la infancia, los niños no son santitos y existe una sexualidad infantil”, los medios tienden a instalar en el imaginario la figura de niños peligrosos de modo tal que la gente “decente” no sólo tendría que cuidarse de la violencia que aportan los adultos, los desocupados, los drogadictos, los “villeros”, los “negros”, sino también de los niños, olvidándose que son, en verdad, las principales víctimas. Se está instalando en el imaginario el modelo de niños violentos y asesinos para quienes la opinión pública pide mano dura. De manera tal que el sentimiento de culpa de los adultos al ver la multitud de niños que están destinados al exterminio por la exclusión del reparto de bienes y de riquezas; la mala conciencia, se tranquiliza diciendo: se lo merecen por asesinos, etc. Es así como los medios de comunicación de masas contribuyen a instalar en el imaginario social la figura de niños peligrosos, de los que hay que cuidarse, a los que hay que aplicarles las mismas penas que a los adultos. En definitiva, bajar la edad de imputabilidad. Lo que equivale a decir que no sólo son pecadores ante Dios sino que son criminales ante la ley.
—¿Qué hacer para contrarrestar el crecimiento de la violencia? ¿Podría plantearse en términos de educar para una nueva subjetividad?
—Sí, eso es fundamental. Hay muchas cosas para hacer. Pero fundamentalmente acá se apeló a la ley. Y por supuesto que la judicialización, apelar a la justicia para que se cumplan los derechos, es un recurso. Pero hasta que toda la sociedad no se haga cargo, hasta que la responsabilidad no sea asumida colectivamente, no vamos a tener garantías de que se cumplan los derechos de la niñez. El cumplimiento de los derechos no puede quedar sólo en manos del Estado. Si no se trabaja en función de la participación de toda la comunidad dudo que haya cambios significativos.
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